Vestía una bata azul marino y unas clásicas pantuflas de abuelo el día que olvidó que estaba
atrapado en su cuerpo, en su casa, en sus recuerdos, en sus anhelos y en su prisión más
grande: él. Con una taza de café insípido en una mano y un cigarrillo en la otra, como solía
acostumbrar, dio un paso fuera de la casa hacia su porche. Era demasiado tarde para olvidar
esto que creía olvidar o que pasaba por alto. Se desplomó sobre una pila de periódicos
acumulados al pie de la puerta cuyas fechas se remontaban a ya unas semanas atrás, y
escapó, para siempre, de todas esas cárceles que lo habían estado aprisionando.
Alex P.
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